Tu hijo no está descompuesto, es más que una discapacidad, un diagnóstico o una etiqueta
Por Carol Colmenares
Las pérdidas y las ganancias parecieran ir de la mano constantemente en la vida de Myrna. De cada experiencia dolorosa, Myrna emerge más fuerte y segura. Estando aún muy niña su madre emigró a los Estados Unidos en busca de mejores oportunidades. Myrna, dos hermanos chicos y tres hermanas grandes, se quedaron con su abuela y su tía. Era la más chiquita de la familia, la consentida. Vivían en una casa colonial, en el centro de la ciudad en la Comarca Lagunera, en el estado de Durango. Myrna recuerda ver pasar los desfiles del 20 noviembre desde una de las ventanas, asiéndose a los barandales que llegaban hasta el cielo, sus piecitos colgando hacia la calle. La casa, grande y muy larga tenía un patio trasero con un gran un árbol en medio. “Nos compraban cosas viejas, como una llanta de carro, unas gallinas y un puerquito para que jugáramos como niños. También queríamos una alberca y llenábamos el patio de agua con la manguera y nadábamos ahí, según nosotros, de panza en el suelo mojándonos”
Myrna soñaba con ser astronauta, mirando las estrellas y tal vez anhelando el regreso de su madre. “Yo creo que muchas veces quería disfrazar mi soledad - como que quería olvidarme de lo que decían: que no te quieren y que esto que lo otro. Pero yo siempre me quise. Yo siempre sabía que yo era una niña querida”. También tenía un fuerte grupo de amigas con quienes se encontraban en la iglesia. “Me gustaba mucho ir a la iglesia, era mi manera de salir, de emprender”.
Ya entrada en la adolescencia Myrna viajó a reunirse con su madre, que en ese tiempo había construido un nuevo hogar. Myrna pasó a ser la hermana mayor, la que cuidaba a los más chicos. Pensó que pronto regresaría a México, pues no hablaba inglés y tenía planes de estudiar, hacer una carrera y salir adelante. Para su sorpresa, su madre ya la había inscrito en la escuela, donde se topó con mucha crueldad a causa del idioma. A pesar de que sus primas políticas la orientaban y trataban de que su adaptación fuera menos traumática, Myrna no estaba interesada. Fue solo hasta que uno de sus maestros logró ver más allá de la rebeldía e increpándola le dijo “¿y cuál es el plan?” y la reto a que mientras estuviese ahí, hiciera un esfuerzo. “A mi nunca me ha gustado que me llamen la atención” nos dice Myrna. Y desde entonces sus metas y sus calificaciones fueron cada vez más altas. Se graduó y continuó estudiando en una escuela vocacional donde se graduó como asistente legal, trabajo que tuvo durante 14 años. Después empezó enfermería, pero nunca pudo terminar. Hasta el día de hoy su deseo de ayudar a los demás se mantiene vivo.
Quien no crea en la fuerza del destino tendrá dificultad para explicar como hace más de tres décadas, en época de comunicaciones lentas, su vecino Juan, su amigo de infancia, la encontraría en California y se convertiría en su esposo y padre de sus hijos.
Primero llegó su hija Delores, una niña muy deseada y 4 años más tarde la pareja celebraba la noticia de que serían padres de nuevo. No fue un embarazo fácil y en los últimos meses Myrna fue diagnosticada con preeclampsia, razón por la cual los médicos aconsejaron que el niño naciera a los siete meses y tres semanas. Estuvo 10 días en la incubadora porque los médicos no lograban despertarlo. Finalmente, Myrna y Juan regresan a casa con Norman. Myrna decide ir en las tardes a trabajar en el bufete de abogados. Su madre de México, quien le ayudaba con los bebés por esos días, la llama preocupada porque Norman no deja de llorar. A las tres semanas de haber nacido, Norman tiene su primera intervención quirúrgica para extraerle una hernia. Myrna empieza a notar que el desarrollo de Norman no es típico, no levanta la cabeza, rechaza la leche materna. “Usted se preocupa mucho” le dicen los médicos, “váyase a su casa que esto pronto va a pasar”. Después de cambiar varias veces de pediatra, se emite el diagnóstico: Norman tiene ceguera. Tanto Myrna como Juan se sienten desconsolados. “Ahora me identifico mucho con las mamás cuando reciben un diagnóstico así, uno está buscando la varita mágica que va a curar a mi hijo”. En la sala contigua, una psicóloga los asesora. “Esta bien llorar” les dice… “pero el niño que ustedes se llevaron a casa acaba de morir, y ha nacido un nuevo Norman”.
Myrna no puede creer lo que está escuchando “¿¡qué le pasa a esta señora!? ¿No ve como estamos sufriendo? – pero ahora entiendo”.
Empiezan una serie de terapias diarias para Norman. Sin embargo, Myrna no ve mucho progreso, recomiendan un examen de oído “el niño duerme mucho, no atiende cuando se le habla”. A los 11 meses Norman recibe el diagnóstico de sordera. Otro golpe.
“O sea, me lo estaba quitando en pedazos.” Se añaden más terapias, pasa el tiempo y Norman no levanta la cabeza, sigue igual de frágil, de débil. Tiene un problema muscular. “Y un día me dijeron tienes que llevarlo al neurólogo, dije, no quiero, no lo voy a llevar porque yo no quiero que me sigan diciendo cosas. Duele mucho. Cada vez que te dicen que tu hijo no está bien… vuelvo a decirlo, te lo van quitando en pedazos”.
La dinámica familiar no es la mejor, Norman recibe mucha atención, Juan se deprime y Deloris se siente aislada. Myrna decide que tiene que salir adelante por su familia. “Al principio no queríamos contarles a las amistades, nos enfocamos mucho en hablar con profesionales”. Empiezan a recibir los servicios de sordociegos de California. “Yo platicaba con otras mamás, me integraba en todo lo que podía, fuimos a campamentos, a grupos de apoyo, fuimos a la iglesia. O sea, yo hice de todo para tratar de salir adelante.
Y así, entre terapias para Norman, citas médicas y su pequeña Deloris creciendo, Juan y Myrna encuentran tiempo para el esparcimiento. Regresando un fin de semana de las Vegas, Myrna nota que Norman no está bien, lo revisa y no encuentra nada visible. Al llegar a urgencias, le dicen que su corazón está fallando, que tal vez necesite un trasplante. “Yo me acuerdo que recibía llamadas y me decían, entrégaselo a Dios… Yo pensaba, no quiero. ¿Cómo entregas un hijo a Dios? No puedes”.
Norman respondió a la medicina, tenía 4 años. “Sufrimos otro duelo porque yo sabía que la vista no lo iba a matar, la sordera tampoco, pero el corazón si.” En adelante con Norman sería un día a la vez.
Norman falleció a sus 20 años. Viviendo día a día, paseando, viajando, conociendo a otros padres y Myrna trabajando en lo que más le gusta: servir a la comunidad.
“Platico mi historia porque, aunque yo sé que hay otras historias iguales o más difíciles que las mías, esta soy yo. Esta historia me ha hecho, así como soy”.
Myrna trabaja desde hace 24 años en el programa de Sordociegos de California. “Me he esforzado mucho en decirle a los papás que respeten a sus hijos como seres humanos. Ellos no están descompuestos. Ellos nacieron así y tenemos que verlos como un ser humano, no como una discapacidad, o como una etiqueta, o como un diagnóstico”.
“Ahora entiendo por qué la psicóloga me dijo - vas a tener que aprender a amar a Norman-. Yo aprendí a amarlo sin que me viera, sin que me oyera yo aprendí. Y tengo todo el orgullo de que a mi Norman lo vi todo el tiempo como una persona que tenía derecho a disfrutar la vida”.
Desde el año 2000, Myrna es la coordinadora de Familias de California Deafblind Services. Su sueño es crear grupos de apoyo para los hermanos. Su hija Deloris, su esposo Juan y su familia extendida siguen siendo su gran fuente de energía.
Soy una persona emocionalmente fuerte, nos dice, “Quiero viajar, quiero conocer muchos lugares, hacerle honor a Norman, porque a pesar de todas sus limitaciones, encerrado en ese cuerpecito que no se podía mover, él era feliz”.
Mientras tanto, pueden encontrar a Myrna en su jardín de suculentas que ella misma cuida y cultiva, o tal vez tejiendo colchas que luego dona, y si hay tiempo, en una escapadita a Las Vegas con su maravillosos esposo Juan.